
ULISES
Por
uno de los costados del Teatro Real, Edgar Morin tira con entusiasmo de
su esqueleto de hueso fino, casi una leve arquitectura de pájaro. Anda a
pequeños saltos de jilguero. Viene coronado por una gorra beige de
comandante de la tarde y al cuello un pañuelo colorado. Tiene el centro
de gravedad en los ojos, que le hacen de raya del pensamiento en un
rostro afilado. De tanto mirar son casi fluorescentes. Morin pide sol.
Terraza y sol. Y le damos el Café de Oriente. Allí, en un combinado
simbólico de inteligencia irrefrenable y fotosíntesis, empieza a
disparar ideas, sospechas, recuerdos, certezas, lejos del panal de
admiradores y discípulos que lo cercaban el día de antes en el Instituto
Francés y alrededores...
Es un sociólogo que trasciende la sociología y remata en el
confuso lugar del pensamiento con mil saberes acumulados por dentro del
cráneo. Ha cruzado casi entero el siglo XX participando en él con
vocación de compromiso, observando sus movimientos superlativos, asomado
a todos los saraos sin que eso lo haya arrinconado finalmente en el
nihilismo. Edgar Morin mantiene una energía de pesimista sonriente o de
optimista dotado de ese estado de lucidez que propician algunas
depresiones. Nació en París en 1921 y a los 92 años es uno de los
filósofos más destacados de Europa, un rolling stones de la razón cívica
y crítica, impulsor del pensamiento complejo, articulado en una de sus
grandes obras El Método (1977-2006). Participó en el Partido Frentista,
en la Resistencia, en el comunismo (del que salió por patas en 1951)...
Empuña un conocimiento donde está la sociología, la antropología, la
biología, la historia, las ciencias de la información. Es un pensador
planetario que mira este mundo sobrepasado de incertidumbres como a un
submarino descapotable: un cacharro muy dotado para el naufragio. Pero
no pierde la esperanza de que un día el hombre reformule este rumbo
siniestro. De eso vino a hablar el pasado lunes al Instituto Francés de
Madrid. Y nos fuimos después a tascas y cafés. Pasando por la Puerta del
Sol. «Vayamos a la plaza de los indignados», pidió. Y allá que nos
piramos.
- Ha venido a hablar de esperanza ante un presente caníbal que no hace fácil creer en ella.
- Lo sé. Actualmente hay más resignación, miedo y explosiones de
furor colectivo que esperanza. No hay una idea clara de porvenir y eso
genera una enorme inquietud social... Es muy distinto a lo que sucedió
en otros momentos históricos de reivindicación cívica. Pienso en Mayo
del 68, por ejemplo. Entonces convivían maoístas, libertarios,
trotskistas... Pero todos coincidían en intentar favorecer las
exigencias de una juventud que reclamaba más autonomía, más comunidad,
más solidaridad... Hoy existen las aspiraciones, pero ningún partido ni
ninguna fuerza da confianza para lograr los objetivos. Estoy seguro de
que surgirán nuevas explosiones sociales, aunque no serán tampoco la
solución a los problemas que nos cercan. No basta con la crítica. Es
necesario plantear alternativas firmes, de consenso, razonadas.
- ¿Qué se puede hacer?
- Es necesario articular movimientos de gente con ideas. Ideas
firmes para poder combatir uno de los grandes males de este momento: la
especulación financiera. Como exposición de alternativas escribí La Vía.
Para el futuro de la humanidad. Ahí he intentando recoger las
iniciativas y expresiones que van en esa dirección. El presente nunca es
inmutable. Está plagado de fuerzas subterráneas que trabajan en el
cambio, en favor de acontecimientos inesperados. Todas las grandes
transformaciones de la historia parecían imposibles cuando comenzaron.
Piense en el mensaje de Buda, en el de Jesús, en el de Mahoma. Piense en
la democracia ateniense. En los avances de la ciencia en el siglo XVII.
En el socialismo. En el capitalismo... Lo inhumano es la inmovilidad.
- ¿Tienen sentido las utopías?
- Depende. Hay una utopía nociva: aquella que exige una presunta
perfección, una armonía total. En ese frente se sitúa el estalinismo,
que fantaseó con imponer la perfección social. Del otro lado tenemos una
utopía favorable que contempla en positivo aquello que hoy no tiene
esperanza de concretarse, pero podría ser posible. La paz en el mundo,
por ejemplo, no es una imposibilidad técnica. Igual que la erradicación
del hambre. Para ambos problemas tenemos capacidad de solución.
Edgar Morin echa miel al café. Sólo toma productos naturales.
Algo así como una pureza gastronómica que alivia los quebrantos del
rebelde. El discurso que lanza ha ido contagiando a las mesas vecinas de
la terraza y la entrevista tiene algo de conferencia, con ocho o diez
invitados a tentar la lucidez de este hombre que es la expresión más
pura de la Resistencia: «¿Qué hubiéramos hecho sin esa experiencia?
Habríamos tenido una carrera. Gracias a la Resistencia hemos tenido, sin
embargo, una vida...», ha dicho en alguna ocasión.
El origen sefardí le otorga una ligera secuencia profética. Con
el café se enchufa dos pastillas para los vértigos y continúa aventando
ideas, sospechas, intuiciones. Algo más tarde, en la Puerta del Sol,
epicentro del 15-M, recuerda que escribió junto a Stéphane Hessel El
camino de la esperanza, después de todo aquello. Uno más de sus títulos
en la excelente Biblioteca Morin de la editorial Paidós, donde también
tiene traducidos ¿Hacia el abismo? Globalización en el siglo XXI, Para
una política de la civilización y Breve historia de la barbarie de
occidente, entre otros. Le gusta Sol.
- Mire, no podemos llamar «Revolución mundial» a lo que está
sucediendo. Ese término tiene varios defectos. Para cambiar las cosas no
resulta una herramienta ineficaz. La nueva organización de la sociedad
saldrá de sumar todas las fuerzas históricas y culturales del pasado.
Sólo si logramos combinar los logros del pasado con las expectativas del
presente podremos hablar de resurrección de la esperanza. Pero no
olvidemos que esperanza no significa certidumbre, sino posibilidad.
La parte exterior de Edgar Morin da una sensación de fragilidad
que no se corresponde con los aspavientos rápidos de las manos, ni con
el tonelaje de las palabras. Alucina con las estatuas vivientes y en el
ascenso a la Plaza Mayor sigue armando el discurso poderoso que disimula
su envase de hombre quebradizo.
- Pero hasta llegar a una alternativa contra el desconcierto puede que se pierda una generación entera de ciudadanos...
- No podemos hacer ninguna predicción. La Historia se acelera y
desacelera. Mire lo que fue la URSS, parecía algo eterno y al final
cayó. Es imposible predecir las dificultades que aún nos reserva esta
crisis. Y no podemos eliminar la posibilidad de asistir a una verdadera
situación de violencia, que no es en absoluto deseable... Aunque hay
momentos de violencia absoluta que sólo pueden ser combatidos con
violencia... Estamos en el principio de un cambio de civilización, pero
no ante la aniquilación de un modelo. Digamos mejor que atravesamos una
época de metamorfosis. Superar, como dijo Hegel, es conservar mucho de
lo que se supera.
Ocupamos otra terraza, pero antes Edgar Morin juega con una cabra
hecha de los restos del cotillón de Nochevieja que dentro esconde a un
hombre. Va con un monederito de cuero soltando euros a los mimos de la
plaza y tirando fotos con el iPhone, como si no acumulara 17 doctorados
honoris causa. «Qué imaginación. Qué imaginación», exclama. Y despliega
una risa de niño en tarde de tiovivo. Pide agua con limón, con mucho
limón. Un limón abierto en cuatro partes que se come con entusiasmo
mientras los demás guiñamos los ojos y se nos encoge el diafragma.
- ¿La alternativa podría ser apostar por la Educación?
- El problema es que la falta de complejidad se ha instalado en
el sistema clásico de Educación. En las últimas décadas se apostó por
crear castas de expertos que no prolongan su curiosidad más allá de lo
suyo. El conocimiento se ha parcelado. Se ha estrechado. Y eso ha
coincidido, inevitablemente, con el desfalco de las Humanidades en el
ámbito educativo. Esa falta de exigencia y complejidad, trasladada a la
política, propicia un exceso de maniqueísmo. Es decir, aquel impulso que
lleva a dividir el mundo entre buenos y malos, sin matices. La
satanización de la diferencia.
- Pero usted se considera un optimista...
- Voy a matizar. En realidad no soy optimista... Ni pesimista.
Mantengo las mismas aspiraciones que cuando era joven, pero sin ilusión.
La vida es algo maravilloso y horrible al mismo tiempo. Fui un
resistente cuando pertenecer a la Resistencia era letal. He pasado por
la decepción ante la URSS. He vivido la postguerra mundial. Y ahora
asisto a la barbarie fría de la tecnificación del mundo, donde me temo
que estamos dando respuestas a preguntas que ya no existen... Es mucho
lo recorrido como para ser sólo optimista o sólo pesimista. Prefiero ser
un optipesimista.
Morin se detiene ante el escaparate de una tienda de sombreros en
los soportales de la Plaza Mayor. Entra con una decisión de ansiedad en
reposo, con cierto ardor místico en la mirada. Y al rato sale rematado
por arriba en una gorra marinera. «Tuve una hace años y la perdí...», se
excusa. Habla de Machado y Colliure, de Sartre (con el que no
estableció una corriente de simpatía), de Camus (con el que tampoco
coincidió demasiado: «Nos cruzamos en el camino, pero entonces
llevábamos direcciones opuestas»), de Simone de Beauvoir, de Boris Vian,
de Jacques Prévert, de Yves Bonnefoy, de su amigo Cornelius
Castoriadis... A los 92 años aún no se le ha echado el otoño encima.
Esta higuera ardiente no pierde hojas. Empezó como poeta. Se arrepintió
como novelista. Y sin estrategia huroneó en todos los saberes y se le
llenó el cerebro de dudas.
- No olvide que ahora no hay un solo modelo para el cambio, sino
muchos. El 15-M, Occupy Wall Street o los jóvenes árabes en las plazas
proponen movimientos interesantes, pero a su fuerza crítica les falta
enunciación. Cuando acaban las protestas no saben por dónde continuar.
Es un síntoma general de nuestra sociedad... No sabemos contra qué se
lucha en verdad.
Y Edgar Morin sigue andando con su paso de jilguero. Entrándole
con pasión a un plato de jamón ibérico. Cantando A galopar, a
galopar..., mientras dirige con el puño al escueto coro de esta tasca.
Con la esperanza ya puesta a remojo.